[ 28 FEB, 28 MARZO, 25 ABR ]

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El espacio íntimo de la lectura se transforma en una experiencia compartida entre autoras/es de obras literarias y artistas que presentarán piezas musicales creadas exclusivamente para tres textos literarios a través de un proceso de mediación y cocreación.

Vuelve Feel The Book con una segunda edición y el propósito de generar nuevas experiencias de lectura.

VUELVE A VER CADA VELADA

SOLO QUEDA EL VERANO

Primera velada. 

LEO Y ROBERT: ANTES DE TIEMPO

Segunda velada. 1.er pase.

VIERNES 25 ABR, 19H

Feel the book se une a La Noche de los Libros! 🌗

La Comunidad de Madrid convierte cada año la celebración del Día Internacional del Libro en una fiesta ciudadana que llamamos La Noche de los libros y este año se entremezcla con las veladas de Feel the book.

«No volverán tus ojos a mirarme» de Marta Barrio junto a Pedro Barboza a la guitarra.

No volverán tus ojos a mirarme

Una niña deja atrás su infancia el verano en el que descubre la enfermedad y la muerte, pero también el significado de la nostalgia y del deseo. Mientras pasea a su cachorro por las playas de Cádiz, y lo intenta domesticar sin mucho éxito, interroga a su tía Mercedes sobre su vida, desde la educación en un colegio de monjas, el servicio social de la Sección Femenina o la puesta de largo hasta el matrimonio o el cáncer de mama. Porque esa niña tiene un proyecto que aún no ha explicado a nadie: ha conseguido unas cartas de amor, y quiere reconstruir, a su manera, la historia de su familia, al tiempo que el alzhéimer de su abuela arrasa los mismos recuerdos que ella procura desenterrar. En esos fragmentos del pasado, y con las notas de fondo de una antigua ranchera, la protagonista encontrará una imprevista brújula para su recién estrenada adolescencia.
 

Algunos fragmentos:

Meto los dedos en la arena caliente de la duna y cierro la mano, pero la arena se escapa. Imagino ser una salamanquesa, un animal de sangre fría que necesita el sol para sobrevivir.

Todo es rojo a través de mis párpados. Hundo más la mano en esa arena, que quema al caminar sobre ella. Bajo esta tierra hay pozos sagrados, anzuelos de bronce y damas romanas sin cabeza esculpidas en mármol. Donde hubo una ciudad con puerto, ahora hay una duna con ruinas. Primero vino el maremoto, después llegaron los corsarios, y lo que quedaba de la ciudad se abandonó a la arena y al viento, que se ocuparon entre los dos de esconderla bien. El puerto se lo tragaría el mar.

—Vamos a jugar, venga, levántate. — Miguel me empuja con un pie, y al hacerlo mancha de tierra mi toalla limpia—. No seas perezosa.

—Voy. Dame un minuto. — Abro los ojos y el sol de agosto me deslumbra. Me incorporo, sacudo la toalla y la vuelvo a extender.

Primero, al funeral: le entierro, dejando solo la cara fuera, y doy cinco vueltas alrededor de la tumba de mi hermano pequeño. Mis primos me imitan, soy la mayor y por tanto la jefa de esta tribu. De momento, mi reinado es incontestable, no hay disidencia entre mis filas. Luego, a los piratas y la sirena: la sirena, que soy yo, cruza las piernas para imitar una cola y se peina sentada en una roca. Los piratas, que son los demás, capturan a la sirena, le clavan un cuchillo en el corazón, la cortan por la mitad y venden la cola en la lonja, expuesta en la camita de hielo del mostrador, entre las doradas y los lomos de atún rojo. No descarto que esta sea su revancha simbólica a la tiranía que ejerzo siempre que puedo. Por último, a la nieve: trepamos a lo alto de la duna, que es casi una montaña, y descendemos la pendiente esquiando y dando volteretas, rebozados en la arena como la masa de las croquetas en el pan rallado. Tardamos mucho en subir, y muy poco en bajar, porque las cosas entretenidas de la vida son las que menos duran.

Miguel tiene que parar a descansar al pie de la duna. En algún momento del día el ventolín se le ha caído del bolsillo, seguramente haya sido ya engullido por la arena, glotona de objetos perdidos y reliquias fenicias, que todo lo cubre en cuanto te descuidas.

 

—Se acabó la excursión. — Mercedes pliega la sombrilla.

—Ya os habéis divertido bastante. — Y mi madre recoge sus apuntes.

Ellas a veces se entienden sin palabras, están conectadas por una profunda corriente submarina, la de la sangre y los miedos en común.

Me da rabia, pero quizá tengan razón y sea hora de volver, porque mi hermano resopla como si fuera un camello agotado de su travesía por el desierto, y yo, que me he vuelto a olvidar de ponerme crema, tengo los brazos del mismo color que los flotadores del socorrista. Esta noche me dolerá, y mañana o pasado se empezará a caer la piel vieja, cogeré una punta de esa mondadura traslúcida y tiraré de ella hasta que salga entera.

Antes de marchar, toca el último baño, para despedirnos del mar por hoy y quitarnos la arena antes de meternos en el coche. La bandera es verde, podemos ir a donde cubre. Saltamos las olas y es como volar y ya quiero que sea mañana por la mañana para volver a saltarlas.

Meto los dedos en la arena caliente de la duna y cierro la mano, pero la arena se escapa. Imagino ser una salamanquesa, un animal de sangre fría que necesita el sol para sobrevivir.

Todo es rojo a través de mis párpados. Hundo más la mano en esa arena, que quema al caminar sobre ella. Bajo esta tierra hay pozos sagrados, anzuelos de bronce y damas romanas sin cabeza esculpidas en mármol. Donde hubo una ciudad con puerto, ahora hay una duna con ruinas. Primero vino el maremoto, después llegaron los corsarios, y lo que quedaba de la ciudad se abandonó a la arena y al viento, que se ocuparon entre los dos de esconderla bien. El puerto se lo tragaría el mar.

—Vamos a jugar, venga, levántate. — Miguel me empuja con un pie, y al hacerlo mancha de tierra mi toalla limpia—. No seas perezosa.

—Voy. Dame un minuto. — Abro los ojos y el sol de agosto me deslumbra. Me incorporo, sacudo la toalla y la vuelvo a extender.

Primero, al funeral: le entierro, dejando solo la cara fuera, y doy cinco vueltas alrededor de la tumba de mi hermano pequeño. Mis primos me imitan, soy la mayor y por tanto la jefa de esta tribu. De momento, mi reinado es incontestable, no hay disidencia entre mis filas. Luego, a los piratas y la sirena: la sirena, que soy yo, cruza las piernas para imitar una cola y se peina sentada en una roca. Los piratas, que son los demás, capturan a la sirena, le clavan un cuchillo en el corazón, la cortan por la mitad y venden la cola en la lonja, expuesta en la camita de hielo del mostrador, entre las doradas y los lomos de atún rojo. No descarto que esta sea su revancha simbólica a la tiranía que ejerzo siempre que puedo. Por último, a la nieve: trepamos a lo alto de la duna, que es casi una montaña, y descendemos la pendiente esquiando y dando volteretas, rebozados en la arena como la masa de las croquetas en el pan rallado. Tardamos mucho en subir, y muy poco en bajar, porque las cosas entretenidas de la vida son las que menos duran.

Miguel tiene que parar a descansar al pie de la duna. En algún momento del día el ventolín se le ha caído del bolsillo, seguramente haya sido ya engullido por la arena, glotona de objetos perdidos y reliquias fenicias, que todo lo cubre en cuanto te descuidas.

 

—Se acabó la excursión. — Mercedes pliega la sombrilla.

—Ya os habéis divertido bastante. — Y mi madre recoge sus apuntes.

Ellas a veces se entienden sin palabras, están conectadas por una profunda corriente submarina, la de la sangre y los miedos en común.

Me da rabia, pero quizá tengan razón y sea hora de volver, porque mi hermano resopla como si fuera un camello agotado de su travesía por el desierto, y yo, que me he vuelto a olvidar de ponerme crema, tengo los brazos del mismo color que los flotadores del socorrista. Esta noche me dolerá, y mañana o pasado se empezará a caer la piel vieja, cogeré una punta de esa mondadura traslúcida y tiraré de ella hasta que salga entera.

Antes de marchar, toca el último baño, para despedirnos del mar por hoy y quitarnos la arena antes de meternos en el coche. La bandera es verde, podemos ir a donde cubre. Saltamos las olas y es como volar y ya quiero que sea mañana por la mañana para volver a saltarlas.

Estela y Nuria, las niñas desaparecidas el jueves del barrio de Carabanchel, con la policía española pisándoles los talones, recorrieron más de mil kilómetros en menos de noventa y seis horas a bordo de cinco coches robados con la música a todo volumen, junto a Manuel, de dieciséis años, y Juan Carlos, de catorce, cruzaron la frontera y llegaron al océano Atlántico, donde les detuvo ayer de madrugada la policía portuguesa. Es la noticia más divertida del periódico de hoy, que emplea la palabra «trepidante» para describir su fuga. «Lo que más me gustó fue ver el mar. Ha sido una aventura», dijo una de ellas. «Quisimos conocer la vida», dijo uno de ellos, fugado de un centro tutelar de menores. Me los imagino a los cuatro huyendo del calor y del asfalto, hacia el borde de la tierra y el inicio del agua salada, y luego con las esposas puestas, agotados de tanto pisar el acelerador en coches que no eran suyos, y espero que les diera tiempo a bañarse en el océano al menos un par de veces antes de ser detenidos y enviados de vuelta a Carabanchel. Mi madre siempre teme que nos rapten, no que nos escapemos.

Cuenta también hoy el periódico, que he manchado al sujetarlo con los dedos cubiertos ya de la grasa de los churros, y las páginas se vuelven casi transparentes, que ayer hubo una rebelión de bañistas en una playa de la Costa Brava. La mayoría eran guiris, que no atendieron a la bandera roja y decidieron ignorar el aviso. Entonces los socorristas les intentaron impedir que se echaran al agua, y tuvieron que intervenir los mossos. Al final se ahogaron dos turistas, cuarenta y dos fueron rescatados en barcas y otros cuarenta a nado.

Mi madre siempre dice que al mar y a la montaña hay que tenerles respeto, y cuando hay bandera roja solo nos deja meter los pies, o como mucho chapotear en la orilla, porque se imagina que la resaca es un pulpo gigante que nos atrapa con uno de sus tentáculos y nos lleva mar adentro, ahí donde nadie nos encontraría jamás. Supongo que ser madre es tener miedo.

También cuenta el periódico que los cosmonautas rusos están de regreso. Llevan en órbita desde febrero, han batido el récord de percances en el espacio, y les espera una interrogación para ver si son culpables de los últimos problemas de la MIR, en cuyo caso se les verá recortada la remuneración. Ni foto hay ya, quizá porque no ha sido triunfal el regreso, los trajes estarán sucios y ellos malolientes y sin ganas ni fuerzas de atender a la prensa o de sonreír a las cámaras. No todos los finales son forzosamente felices. Vuelven derrotados, de una misión accidentada, y sin ducharse, porque una gota de agua en la nave se divide en mil gotas de agua que podrían estropear los circuitos eléctricos, y todo lo demás.

Me gusta mucho más la palabra «cosmonauta» que «astronauta». De mayor, seré cosmonauta, aunque tenga que renunciar a las duchas y el espacio exterior sea muchísimo más peligroso que el mar o la montaña.

La perra vuelve a nuestro lado, y nos pastorea: da vueltas a nuestro alrededor, y luego se detiene, con las orejas en alto, y el hocico en la arena. A última hora de la tarde, llegan a las playas los buscadores de tesoros con sus detectores de metales. Hay pepitas de oro que pesan lo mismo que un hombre adulto, y otras minúsculas. Es cuestión de suerte, pero estos no encuentran oro, sino relojes y joyas y alguna moneda, gafas de sol y ventolines. No compiten con la perra, porque los botines que ella busca son comestibles. Se pone a escarbar como una loca con las patas delanteras, metiendo la cabeza entera dentro del agujero y yo pienso en los prisioneros de las películas, abriendo túneles con una cuchara, mucho más despacio que ella. Luego me mira orgullosa de su hoyo, como si esperara un aplauso o quisiera hacerme partícipe de sus logros. En la Rusia ártica se está perforando la corteza terrestre hasta una profundidad de quince kilómetros, una distancia que recorreríamos en tres o cuatro horas a paso rápido, cinco o seis al ritmo de mi tía abuela, mucho menos en bicicleta, si fuera cuesta abajo. Me pregunto cuántas fosas cavarán los sepultureros a lo largo de su vida, cuánto tardaríamos en llegar al centro de la Tierra si le pusiéramos el empeño que la perra le pone. Cualquier día se topa con un hueso de Triceratops, o desentierra un cadáver, pero por lo general encuentra basura, porque hay mucho veraneante guarro que no se lleva los envoltorios de los bocatas, ni las colillas, ni las sobras que ella engulle sin respirar casi, aunque trate de impedírselo. Recuerdo que el abuelo me contó una vez que en la China antigua se creía que los fósiles de dinosaurio eran restos de dragones y con ellos se preparaban medicinas porque a la fuerza tenían que poseer poderes mágicos, moliéndolos con un mortero hasta obtener una arena parduzca. Las aguas oscuras se han tragado esa bola roja que nos iluminaba, y ahora es como si el día nunca hubiera existido. El cielo ya no es naranja sino negro, y le pongo la correa a la perra, para que no se me pierda en el camino de vuelta. Me da unos tirones que casi se me sale el brazo, y a punto está de tirarme al suelo, pero entonces la agarro con más fuerza. Es un cachorrito salvaje que se tiene que acostumbrar a las riendas, a no correr a su aire, a ser la que obedece y no la que manda. Como mi hermano pequeño, que no sé dónde se ha metido. Le habíamos dejado cerca del espigón, en los charquitos que quedan al retirarse la marea, y ahora no le veo allí. Menos mal que acabamos por encontrarle, en cuclillas junto a su cubo, buscando más cangrejos. De haber vuelto sin él a casa, mi madre no me hubiese perdonado nunca.

Anoche soñé con las niñas de Carabanchel, en mi imaginación somos mi amiga Noelia y yo. Hoy mi madre me ha arrancado de las manos el periódico por si me daba ideas cuando ha visto la página por la que lo tenía abierto, pero he alcanzado a leer las primeras declaraciones del reportaje de su huida de mil quinientos kilómetros: «La primera noche dormimos en un campo en las afueras de León. Se oían grillos. El mar nos pareció muy grande, mejor que en la tele. Pero lo mejor fue cuando llegaron nuestros padres y nos abrazaron». Le he dicho a mi madre que no se preocupe, que mientras estemos en la playa no me pienso escapar.

En la calle de la Palma hay una marca que indica el nivel al que llegó el agua durante un maremoto que hubo en Cádiz en 1755. Esa marca está bastante por encima de nuestras cabezas: dos metros y medio. Al fondo de la calle hay una

iglesia, donde se refugiaron los vecinos. Dicen que el sacristán salió de la iglesia con una vara, se enfrentó al mar enfurecido que había ya anegado media calle, golpeó con ella el suelo y dijo: «¡Hasta aquí, madre mía!», invocando la protección de la Virgen de la Palma, y que el agua no avanzó más.

A veces pienso que nos están preparando para sobrevivir en un mundo acuático, cuando el nivel del mar suba y lo cubra todo, por lo insistentes que son con la natación y el buceo. Lo de la natación es una testarudez de mi madre, que teme que nos ahoguemos y por eso es la única extraescolar obligatoria, dos tardes entre semana, de la que no se puede uno borrar. Lo del buceo es una afición de mi padre, que Miguel y yo compartimos, porque es como viajar a otro planeta, pero sumergido. Me gusta el color del fondo del océano, cuando vas de la superficie, de un azul más claro, a la oscuridad del lecho marino. Ese índigo que es casi morado, o negro. Aunque tanto no bajamos, ese es el abismo que queda lejos, pero se intuye igualmente, que da miedo y a la vez parece que te llama.

Hay que meterse en el mar de espaldas, ponerse las aletas ya dentro, escupir en el cristal de las gafas cuando se empaña para limpiarlo, mantener el tubo en vertical y no torcido. Si entra agua igualmente, soplar fuerte para sacarla con el aire, y en ningún caso tragársela.

La perra se queda en la orilla ladrando a las olas, mi madre levanta la cabeza de los apuntes y sé que no van a dejar de mirarnos, cuatro ojos buscando la boya naranja que mi padre hincha y se ata a la cintura para que no nos pasen por encima los barcos con sus hélices al no vernos, y para que descansemos agarrados a ella cuando no podamos más de la expedición.

En realidad no es buceo sino snorkel, lo de la bombona lo haremos más adelante, pero los días en que el agua no está muy revuelta es transparente, y se ven perfectamente los erizos y las anémonas en las rocas, los peces en rebaño que si nadas en medio se separan para volverse a juntar luego, las rayas en las zonas arenosas, las algas como prados en donde se esconden los que no quieren ser vistos, los pulpos y calamares que lanzan chorros de tinta al sentirse acorralados, y los peces voladores que escapan de sus enemigos convirtiéndose, durante unos instantes, en pájaros.

Hoy he descendido para coger una concha nacarada, me ha rozado de repente la cola de una morena que ha salido de una grieta de las rocas del fondo, he soltado mi tesoro y he subido a la superficie con los oídos pitando y el corazón desbocado.

Era preciosa, toda azul con lunares de un verde fosforito, pero también aterradora: tienen dos pares de mandíbulas, las segundas están escondidas en la garganta y cuando van a cazar las lanzan hacia la boca, para agarrar bien a su presa y que no tenga forma de escapar, luego giran sobre sí mismas para arrancar el pie o el tentáculo, como quien aprieta un tornillo con una llave inglesa. Dicen que los patricios romanos tenían estanques con morenas adonde empujaban a los esclavos rebeldes, porque creían que su sabor mejoraba cuando se alimentaban con carne humana, y que una vez César dio un banquete para seis mil personas donde fueron plato único.

Miguel me ha dado la mano un rato, esa misma que podría haber quedado atrapada en los dos pares de mandíbulas, mientras cogíamos fuerzas en la boya, con los labios violetas y las yemas de los dedos arrugadas, antes de nadar de vuelta a la orilla. Normalmente, al ser la mayor, soy yo la que le tranquiliza a él, pero a ratos los roles se intercambian, aunque él no sepa todavía hacer el pino puente ni leer libros sin dibujos.

No le contamos a mi madre lo del susto y de aperitivo, en el bar, nos pedimos una morena frita en adobo que nos sabe a revancha.

Saco el brazo por la ventanilla, cierro la mano, pero el aire se escapa. No hay quien lo atrape. Los pájaros bailan en el cielo, se juntan y se dispersan, son puntitos separados que al unirse forman figuras: en V, en W, rompen el viento y se relevan para no cansarse, como los ciclistas en el Tour. Migran al norte, y nosotros regresamos a la meseta. Algunos planean, bajito, al lado del coche y mi padre pisa el freno para verlos un rato más. Si no fuera conduciendo, sacaría los prismáticos para ver de cerca el color de las alas y de la cola. Él siempre sabe los nombres de las plantas y de los pájaros, y si no, los busca en la guía de aves. Es importante nombrar con la palabra exacta, pues no es lo mismo un cernícalo que una abubilla.

Se enciende una lucecita naranja en el coche, a la derecha del velocímetro, y parpadea.

—No es nada, en un rato se apagará. Cuando lleguemos a Madrid lo llevo al taller — dice mi padre, que a veces es demasiado tranquilo.

Dos horas más tarde, sigue parpadeando, y yo hago la cuenta de todos los kilómetros que nos separan de casa; esa lucecita que no se apaga algo tiene que significar, por mucho que no le quieran hacer caso. Para no pensar en ello, pongo cintas de música, una y otra vez, y canto en bucle mis canciones preferidas, que son las de Camarón.

A mi padre no le gustan las autopistas con muchos carriles, sino las carreteras con árboles y curvas, y eso me obliga, entre canción y canción, a estar pendiente del mapa desplegado en mis rodillas, para no perdernos, o no demasiado.

Las bicicletas van amarradas al techo, y a cada giro parece que se fueran a caer. Las montañas, a lo lejos, son azules, y es cierto que este camino bordeado de alcornoques desnudos es mucho más bonito, aunque dé más vueltas. Como siempre, el primero en vomitar es mi hermano, y eso que todavía no hemos pasado Despeñaperros, que es cuando se suele marear. Saco la cabeza por la ventanilla y el aire se me mete en los ojos y en el pelo, no quiero mirar al interior del coche, ni respirar ese olor que se queda alojado en lo alto de la nariz, junto al cerebro.

Paramos en la primera gasolinera que encontramos y mi padre llena el depósito mientras mi madre limpia y cambia al enano mugriento. A mí se me revuelve todo. Me sujeto el pelo con una coleta y vomito en el asfalto del aparcamiento, tan caliente que parece que fuera a derretirse, procurando no mancharme las bambas, que fueron blancas y son grises.

La perra lame los grumos del suelo y yo la agarro por el collar, apartándola. Voy al cuarto de baño con ella, le lavo la boca, pongo las manos en forma de cuenco para que beba. Hago pis sin sentarme y con la puerta abierta para no perderla de vista. Ella se queda quieta mirándome, junto a los lavabos, bajo la secadora de manos, que se pone en marcha de repente, dándole un susto que la lanza a mis piernas. Caigo sobre esa taza de váter salpicada en donde estaba evitando apoyarme. Mojo un trozo grande de papel y lo paso por la piel de mis muslos, froto hasta que quede roja. La perra me mira con sus ojos relucientes, como interrogándome, sin entender nada. Intenta beber el agua del váter y se lo impido. Me temo que a veces solo tiene malas ideas.

Primero se coloca el pegamento en cada diente, luego una almohadilla de metal, el bracket por el que pasará el hilo de hierro: una estación en una vía de tren. En las muelas, unos aros que detendrán el recorrido. El hilo del hierro se corta ahí, fin del trayecto. Si no fuera una monstruosa mutante con varias filas de dientes, algunos casi en el paladar, al igual que los dos pares de mandíbulas de las morenas, no habría hecho falta esta tortura. Y lo que me queda. «El mes que viene te pondremos los de abajo», me dice el dentista, que tiene una ceja más alta que la otra, como si se la hubiera dibujado mal, y eso le da un aire entre sorprendido y escéptico que no casa con la seriedad atribuida a su profesión, «y para entonces ya te habrás acostumbrado a los de arriba. Se te quedarán pegados restos de comida, es muy importante la higiene bucal: frotar bien con el cepillo durante por lo menos dos minutos y medio. Y no olvidarse del enjuague. Te molestará por las noches, cuando las piezas dentales se muevan para alinearse, pero es un dolor necesario, significa que el aparato está funcionando. Luego estarás preciosa.» Ahora pertenezco a una raza biónica, de vísceras y hierro. Si no abro la boca puede que no se den cuenta los demás. Tendré que estar callada durante un par de años o tres, que es lo que van a tardar en quitármelos. Y no sonreír. Nadie querrá besarme ya. Y si, a pesar de todo, se decidiese a ello algún incauto, sería a la fuerza uno de mi misma especie, un humano modificado, de mucosa y metal, nos quedaríamos enganchados, como si dos trenes chocasen al circular por la misma vía en direcciones opuestas, y tendrían que separarnos con alicates. Así aprenderíamos la lección y no volveríamos a intentarlo. Llevo puesto un babero de papel para que la saliva y la sangre no salpiquen la sudadera nueva de terciopelo negro, que compramos ayer por la tarde. Mi madre parecía distraída y pagó sin comentar nada sobre toda la ropa oscura que había elegido. Paso la lengua por encima de mis dientes de acero inoxidable. Es una sensación áspera y extraña, pinchan un poco. No los reconozco como míos. Me han dado un paquetito de cera para colocármelo sobre los brackets y que el roce no me escueza demasiado cuando aparezcan las llagas, que no tardarán. Miguel se ríe de mí al verme salir de la consulta, y yo le doy un pellizco en el brazo. Fuerte. De monja. Y clavando un poco las uñas. Para que aprenda. Ahora es su turno y espero que al menos le encuentren un par de caries en sus dientes de leche por comer tantas chucherías. Que él también sufra.

Autora

Marta Barrio

Marta Barrio García-Agulló (New Haven, 1986) es editora. Licenciada en Filología Hispánica y en Estudios de Asia Oriental por la Universidad Autónoma de Madrid, cursó un Máster en Edición en la Universidad de Salamanca-Santillana. Los gatos salvajes de Kerguelen (2020), su primera novela, fue finalista del Premio Memorial Silverio Cañada en la Semana Negra de Gijón; Leña menuda (2021) mereció el XVII Premio Tusquets Editores de Novela y el I Premio Almudena Grandes, otorgado por el Ayuntamiento de Sevilla, y No volverán tus ojos a mirarme es su brillante tercera novela.

Acompaña

Pedro Barboza

Pedro Barboza es guitarrista, compositor y educador, con una trayectoria que une la música venezolana y el jazz a través de la improvisación. Su lenguaje musical combina la riqueza rítmica de sus raíces con la libertad expresiva del jazz, consolidando un estilo propio. Ha lanzado varias producciones discográficas, incluyendo «Tres Caminos», su más reciente álbum, donde explora la espontaneidad y la interacción en formato trío. Ha colaborado con reconocidos músicos y participado en festivales en Europa, América Latina y EE.UU. Además, es fundador de Muse Scene Lab, una plataforma que impulsa la innovación en la industria musical. Su labor como docente y mentor ha contribuido a la formación de nuevas generaciones de músicos.

VIERNES 28 MARZO, 19H

POEMAS SALADOS

Selección poética sobre identidad, migración y deseo, donde el mar, la sal y la memoria dibujan un universo íntimo de resistencia y transformación. Cada verso es un territorio de resistencia donde el cuerpo y el lenguaje desafían las normas impuestas. La infancia, el hogar perdido y la lucha por habitar un espacio propio se entrelazan con la naturaleza, lo mítico y lo político, en un acto de reconstrucción y renombramiento, donde las heridas del desplazamiento y la otredad encuentran su voz a través de las palabras.
 
 
 

Algunos fragmentos:

Hombre de sal Una mañana apareció en el jardín el pan de San Antonio que tanto nos habían anunciado, brillando en una levadura de telas nuevas. La única regla es que estaba prohibido comérselo. Nos sentábamos en el desayuno, alrededor de las uvas, debajo de dos chaguaramos cargados de abejas. Sembrados en su día para dar sombra a las sombras, y para ahuyentar al niño ladrón que no había sido invitado. Los araguaneyes se van desplumando cerro abajo, hasta los pies de un higo hecho solo de hojas. Hace un calor caribeño, pero la camisa debe abotonarse hasta lo más alto de la garganta. En mi fiesta no hay merengue, ni corrillos alrededor de una piñata. Solo las campanas impugnando los ecos de un estomago en ayunas. Traigo ofrendas. Camino erguido. Acompaño cada replique mirando tus pies y tu sangre de yeso, antes de adentrarme desnudo en una colmena de caoba viva. Las flores amarillas en mi pelo se cayeron en la puerta. Me preguntas si me masturbo. Solo o acompañado y no te conformas con mi silencio. Si pienso en amigas o en amigos. Si soy bueno o me he perdido en los laberintos de caña. Exiges un hombre que no ha nacido. Los botones saltan por los aires y ahora el que sangra soy yo mientras me congelo en sal y me rompo en dos milenios. Es mayo y no han llegado las lluvias. Las abejas descienden a la tierra. Me consuelan con su veneno, me arrullan zumbidos y bailes mientras me inyectan en vía todo el misterio de tu gloria eterna.
 
 
Hombre de sal Una mañana apareció en el jardín el pan de San Antonio que tanto nos habían anunciado, brillando en una levadura de telas nuevas. La única regla es que estaba prohibido comérselo. Nos sentábamos en el desayuno, alrededor de las uvas, debajo de dos chaguaramos cargados de abejas. Sembrados en su día para dar sombra a las sombras, y para ahuyentar al niño ladrón que no había sido invitado. Los araguaneyes se van desplumando cerro abajo, hasta los pies de un higo hecho solo de hojas. Hace un calor caribeño, pero la camisa debe abotonarse hasta lo más alto de la garganta. En mi fiesta no hay merengue, ni corrillos alrededor de una piñata. Solo las campanas impugnando los ecos de un estomago en ayunas. Traigo ofrendas. Camino erguido. Acompaño cada replique mirando tus pies y tu sangre de yeso, antes de adentrarme desnudo en una colmena de caoba viva. Las flores amarillas en mi pelo se cayeron en la puerta. Me preguntas si me masturbo. Solo o acompañado y no te conformas con mi silencio. Si pienso en amigas o en amigos. Si soy bueno o me he perdido en los laberintos de caña. Exiges un hombre que no ha nacido. Los botones saltan por los aires y ahora el que sangra soy yo mientras me congelo en sal y me rompo en dos milenios. Es mayo y no han llegado las lluvias. Las abejas descienden a la tierra. Me consuelan con su veneno, me arrullan zumbidos y bailes mientras me inyectan en vía todo el misterio de tu gloria eterna.
 
 
La piel de las iguanas Por las mañanas domo a las iguanas de espinas inofensivas, que solo pinchan cuando las intentas atrapar, y abandonan el agua con sus cueros de escamas, haciendo sangre sobre tu norma y mordiendo al macho moribundo, que rabia porque hui, que llora porque se rompieron sus brújulas de espuma. En esta playa, sus garras escuchan mi voz, sus ojos ya no quieren subirse a los árboles de uvero, a mirarte con binoculares robados, mientras duermes o esperas una ola más alta. Ya no se dejan atrapar ni ser guisadas con el cilantro que se pudre en la nevera. Quieren morder y están esperando desde su quietud, las primeras gotas de tu sudor para lamerlas una a una. Tus votos supuran ante el calor que quiebra cruces y cejas de puntas. Sé cómo miras porque nunca te has preguntado nada. Tú sigues siendo ese río, pero yo soy mar de leva que mañana se desbordará sobre tu casta.
 
 

Lengua ejercito Me alumbraron en medio de un pozo de pólvoras. No sé en qué bando estoy. Crecí y nadie me enseñó a defenderme. Tampoco he escogido mis armas, y podrían matarme. Aprendí a sembrar ciruelas y a imaginar nuevas palabras. Sé cambiar la o por la a, nadar en mar abierto, renombrar y resignificar. Me enseñaron a batir torta de piña con madera, a sustituir nombres de pilas y a vaciar de contenido todos los insultos. En la lengua está mi trinchera. Me defiendo con acentos arbitrarios que hacen saltar por los aires los manuales sagrados del escarnio. Bombardeo la gramática con mi cuerpo herido. ¿Hombre o mujer? Me enfrento a las categorías con prefijos ácidos, y de noche soy cunaguaro huido que todavía amamanta, asustado, aprendiendo a hablar cada día.

Orden de búsqueda Hay una fila de voces roncas que descienden por escaleras mecánicas hasta las primeras varices, que nos impiden caminar sobre los sótanos del arraigo. Abrieron los ojos en medio de la noche y a mitad de una fila perpetua de carpetas horizontales, pegadas a las costillas, a las manzanas del colegio, y al cartón de cuarto de leche que en la soledad del adulto cobra sentido. Los caballos que jugaban al lado del oleoducto echaron a correr. Desaparecieron en la memoria de las horas de espera, del no con quince días para recurrir, que solo alcanzan para una visita guiada o para un médico de cabecera, con otra fila, con otros huesos rotos, y más partículas de arena, resbalando en un loop perenne sobre los escritorios sin superficie. Pasaporte, expediente de expulsión, apátrida, banco de alimentos para las garzas huérfanas, desorientadas en medio de una corriente atlántica. El primer día de frío entumece las manos, conduce a los riñones hasta una Alhambra templada, envuelta por los galerones de las chicharrras que, en el exilio de su pubertad, y pegadas a los troncos de una estación seca, incumplen el régimen de presentación y abandonan su piel sin tener todavía una nueva.

Autor

GABRIEL VARGAS ZAPATA

Comunicador audiovisual, poeta, dramaturgo y gestor cultural, forma parte desde hace más de 10 años del colectivo de artes escénicas y activismo, Las hermanas Vontrier (Málaga), con el que ha creado varias piezas teatrales y performances. Es activista antirracista y ha trabajado como guionista y redactor. Ha publicado sus poemas en las antologías Matria poética (La Imprenta, 2023) e Intersticios, el lugar de la palabra (La Parcería Edita, 2023), en la actualidad reside en Madrid donde participa en recitales en los que expone su obra poética en desarrollo.

Acompaña

JAN RAYDAN

Músico, compositor, performer, diseñador y técnico de sonido nacido en San Tomé, Venezuela. Su formación diversa y pasión por la expresión artística le han permitido fusionar música, sonido y trabajo energético en su carrera. Como Técnico Superior en Sonido, domina la producción y el diseño sonoro, destacándose tanto técnica como creativamente. Además, su preparación como maestro de Reiki le brinda un enfoque singular para explorar las energías sutiles a través del arte. Es creador de Kaos Play, un proyecto interactivo de live looping, descrito como un “karaoke kósmico de loops ambulantes”. En donde invita al público a participar en un sound collage colaborativo, transformando la experiencia artística en una creación compartida.

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VIERNES 28 FEB, 19H.

UN AMOR ESPAÑOL

El sexo tras la maternidad, las relaciones a distancia, el armario de la bisexualidad, la cultura de la reparación, la extrañeza del idioma propio… Y al final, una sola certeza: que su única patria es el deseo.

Editorial La Bella Varsovia

→ Sobre la obra.

→ Adquiere la obra.

Algunos fragmentos:

Hombre de sal Una mañana apareció en el jardín el pan de San Antonio que tanto nos habían anunciado, brillando en una levadura de telas nuevas. La única regla es que estaba prohibido comérselo. Nos sentábamos en el desayuno, alrededor de las uvas, debajo de dos chaguaramos cargados de abejas. Sembrados en su día para dar sombra a las sombras, y para ahuyentar al niño ladrón que no había sido invitado. Los araguaneyes se van desplumando cerro abajo, hasta los pies de un higo hecho solo de hojas. Hace un calor caribeño, pero la camisa debe abotonarse hasta lo más alto de la garganta. En mi fiesta no hay merengue, ni corrillos alrededor de una piñata. Solo las campanas impugnando los ecos de un estomago en ayunas. Traigo ofrendas. Camino erguido. Acompaño cada replique mirando tus pies y tu sangre de yeso, antes de adentrarme desnudo en una colmena de caoba viva. Las flores amarillas en mi pelo se cayeron en la puerta. Me preguntas si me masturbo. Solo o acompañado y no te conformas con mi silencio. Si pienso en amigas o en amigos. Si soy bueno o me he perdido en los laberintos de caña. Exiges un hombre que no ha nacido. Los botones saltan por los aires y ahora el que sangra soy yo mientras me congelo en sal y me rompo en dos milenios. Es mayo y no han llegado las lluvias. Las abejas descienden a la tierra. Me consuelan con su veneno, me arrullan zumbidos y bailes mientras me inyectan en vía todo el misterio de tu gloria eterna.
 
 

sueño

dedo que se hunde en la nada
o amor precario en imágenes
pero sabio en subjuntivos

cómo me gustaría estampar mis ideas
contra la pared
este amor contra el
cristal

a mí me han enseñado a ser de cristal
a mí
me han enseñado un amor como el que nos

profesamos
es un amor solar
pecaminoso el clavel
nos dijeron que la rosa era más pura
pero
¿y el clavel?

así…

(…)

—asco—

veía tu nombre en otros cuerpos
y por primera vez me sacié en violetas

veía tu nombre en otros ojos
lamenté la ausencia del pétalo

ojo y pétalo
mente y pétalo

veía tu nombre en otras gargantas
qué obsesión
digna de brujería
tu labia

veía tu nombre en las mujeres que besé
si pudiera compartir esta euforia
¿mi lengua te repararía?

—o será que mi patria—
—o será que mi patria—
—o será que mi patria es el deseo— porque no se puede ganar un país
sin reivindicar el concepto de patria
de la misma manera que no se puede ganar un

corazón
sin ofrecer tantísima ternura a cambio
¿tú la tienes?

—asco—

veía tu nombre en otros cuerpos
y por primera vez me sacié en violetas

(…)

quitaba huesitos a la perdiz
y tú no te parecías al resto de hombres
más estrecha tu tez
más delgada tu mano
más hinchado el músculo de tu pecho

hasta procurarme un dolor tan rico
tan educado
casi ácido
casi vehemente

«yo pienso»
«yo sucedo»
«yo no llego al clímax
pero amo
y ese es el vínculo exacto»

«yo sé»
«yo creo»
«yo tengo ingenio»

(…)

pues ná

son tus pestañas las que luego se suicidan
porque jamás tu astucia descansa
es una huelga de láminas morenas

hacia abajo desprendiéndose
hacia el cristal de tu luna redonda
hacia la yema misma de la superstición

créela
o créeme si con mi huella dactilar
contra tu vello
la intención es buena

créela
o confía: que toda luz es pensamiento

(…)

—y cuando envidio a mi madre
es solo porque está muerta—

diguessim
la peña es muy cotilla
dímelo tú
di
que eres mi amigo

tan bello tú
tan hispano
o acaso rico

echo de menos adjetivos deliciosos
llegué a creerlo: ¿y si luego me jalean
por quererte?

eso lo haces muy bien decías
te amo bastantito diré
como una cría dirán

rico

(…)

Autora

LUNA MIGUEL

Barcelona

Luna Miguel es editora en Penguin Random House y escribe crítica en Babelia. Ha publicado varios libros de poemas, entre los que destaca Poesía masculina (2021). También es autora de los ensayos El coloquio de las perras (2019), Caliente (Lumen, 2021), Leer mata (2022) e Incensurable (2025); de la novela El funeral de Lolita (2018) y del monólogo teatral Ternura y derrota (2021).

Acompaña

SERGIO MATESANZ 

Valencia

Guitarrista flamenco y muy versátil. Lleva más de 20 años impartiendo cursos y conciertos con diversas formaciones por medio mundo.

UNA INICIATIVA DE

FINANCIA

COLABORA

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